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Archive for the ‘Antibióticos’ Category

Los agentes antimicrobianos se comportan de manera diversa:

 a) Como bactericidas: producen la muerte de los microorganismos responsables del proceso infeccioso. Pertenecen a este grupo los antibióticos b-lactámicos, aminoglucósidos, rifampicina, vancomicina, polimixinas, fosfomicina, quinolonas y nitrofurantoínas.

 b) Como bacteriostáticos: inhiben el crecimiento bacteriano aunque el microorganismo permanece viable, de forma que, una vez suspendido el antibiótico, puede recuperarse y volver a multiplicarse. La eliminación de las bacterias exige el concurso de las defensas del organismo infectado. Pertenecen a este grupo: tetraciclinas, cloranfenicol, macrólidos, lincosaminas, sulfamidas y trimetoprima

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Alexander Fleming nació el 6 de agosto de 1881 en Lochfield, Gran Bretaña, en el seno de una familia campesina afincada en la vega escocesa. Fleming recibió, hasta 1894, una educación bastante rudimentaria, obtenida con dificultad, de la que sin embargo parece haber extraído el gusto por la observación detallada y el talante sencillo que luego habrían de caracterizarle. Cumplidos los trece años, se trasladó a vivir a Londres con un hermanastro que ejercía allí como médico. En 1900 se alistó en el London Scottish Regiment con la intención de participar en la Guerra de los Boers, pero ésta terminó antes de que su unidad llegara a embarcarse. Sin embargo, su gusto por la vida militar le llevó a permanecer agregado a su regimiento, interviniendo en la Primera Guerra Mundial como oficial del Royal Army Medical Corps en Francia.

Alexander FlemingA los veinte años, la herencia de un pequeño legado le llevó a estudiar medicina. Obtuvo una beca para el St. Mary’s Hospital Medical School de Paddington, institución con la que, en 1901, inició una relación que había de durar toda su vida. En 1906 entró a formar parte del equipo del bacteriólogo sir Almroth Wright, con quien estuvo asociado durante cuarenta años. En 1908 se licenció, obteniendo la medalla de oro de la Universidad de Londres. Nombrado profesor de bacteriología, en 1928 pasó a ser catedrático, retirándose como emérito en 1948, aunque ocupó hasta 1954 la dirección del Wright-Fleming Institute of Microbiology, fundado en su honor y en el de su antiguo maestro y colega.

La carrera profesional de Fleming estuvo dedicada a la investigación de las defensas del cuerpo humano contra las infecciones bacterianas. Su nombre está asociado a dos descubrimientos importantes: la lisozima y la penicilina. El segundo es, con mucho, el más famoso y también el más importante desde un punto de vista práctico: ambos están, con todo, relacionados entre sí, ya que el primero de ellos tuvo la virtud de centrar su atención en las substancias antibacterianas que pudieran tener alguna aplicación terapéutica. Fleming descubrió la lisozima en 1922, cuando puso de manifiesto que la secreción nasal poseía la facultad de disolver determinados tipos de bacterias. Probó después que dicha facultad dependía de una enzima activa, la lisozima, presente en muchos de los tejidos corporales, aunque de actividad restringida por lo que se refleja a los organismos patógenos causantes de las enfermedades. Pese a esta limitación, el hallazgo se reveló altamente interesante, puesto que demostraba la posibilidad de que existieran sustancias que, siendo inofensivas para las células del organismo, resultasen letales para las bacterias.

El descubrimiento de la penicilina, una de las más importantes adquisiciones de la terapéutica moderna, tuvo su origen en una observación fortuita. En septiembre de 1928, Fleming, durante un estudio sobre las mutaciones de determinadas colonias de estafilococos, comprobó que uno de los cultivos había sido accidentalmente contaminado por un microorganismo procedente del aire exterior, un hongo posteriormente identificado como el Penicillium notatum. Su meticulosidad le llevó a observar el comportamiento del cultivo, comprobando que alrededor de la zona inicial de contaminación, los estafilococos se habían hecho transparentes, fenómeno que Fleming interpretó correctamente como efecto de una substancia antibacteriana segregada por el hongo. Una vez aislado éste, Fleming supo sacar partido de los limitados recursos a su disposición para poner de manifiesto las propiedades de dicha substancia. Así, comprobó que un caldo de cultivo puro del hongo adquiría, en pocos días, un considerable nivel de actividad antibacteriana. Realizó diversas experiencias destinadas a establecer el grado de susceptibilidad al caldo de una amplia gama de bacterias patógenas, observando que muchas de ellas resultaban rápidamente destruidas; inyectando el cultivo en conejos y ratones, demostró que era inocuo para los leucocitos, lo que constituía un índice fiable de que debía resultar inofensivo para las células animales.

Ocho meses después de sus primeras observaciones, Fleming publicó los resultados obtenidos en una memoria que hoy se considera un clásico en la materia, pero que por entonces no tuvo demasiada resonancia. Pese a que Fleming comprendió desde un principio la importancia del fenómeno de antibiosis que había descubierto (incluso muy diluida, la substancia poseía un poder antibacteriano muy superior al de antisépticos tan potentes como el ácido fénico), la penicilina tardó todavía unos quince años en convertirse en el agente terapéutico de uso universal que había de llegar a ser. Las razones para este aplazamiento son diversas, pero uno de los factores más importantes que lo determinaron fue la inestabilidad de la penicilina, que convertía su purificación en un proceso excesivamente difícil para las técnicas químicas disponibles. La solución del problema llegó con las investigaciones desarrolladas en Oxford por el equipo que dirigieron el patólogo australiano H. W. Florey y el químico alemán E. B. Chain, refugiado en Inglaterra, quienes, en 1939, obtuvieron una importante subvención para el estudio sistemático de las substancias antimicrobianas segregadas por los microorganismos. En 1941 se obtuvieron los primeros resultados satisfactorios con pacientes humanos. La situación de guerra determinó que se destinaran al desarrollo del producto recursos lo suficientemente importantes como para que, ya en 1944, todos los heridos graves de la batalla de Normandía pudiesen ser tratados con penicilina.

Con un cierto retraso, la fama alcanzó por fin a Fleming, quien fue elegido miembro de la Royal Society en 1942, recibió el título de sir dos años más tarde y, por fin, en 1945, compartió con Florey y Chain el premio Nobel. Falleció en Londres el 11 de marzo de 1955.

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A diferencia de otros fármacos, que ejercen su acción actuando sobre las células propias del paciente, los fármacos antiinfecciosos (tambien llamados Antibióticos) se caracterizan por actuar sobre células distintas de las del paciente (célula bacteriana, viral,etc), a las que se pretende eliminar en su totalidad. Se trata, pues, de una acción eminentemente etiológica, que busca la eliminación del organismo infectante sin que, en lo posible, se lesionen las células infectadas. Afortunadamente, las diferencias biológicas entre las células de los organismos infectantes y las células animales son a menudo extremas, lo que permite actuar lesivamente sobre unas sin alterar las otras; ésta es la base de la farmacología antiinfecciosa.

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Hay grupos bacterianos que no son afectados por un antibiótico, bien porque carecen del sitio de acción del antibiótico o porque es inaccesible. Esta situación se define diciendo que la bacteria es insensible o presenta resistencia natural. Todos los aislamientos de esta bacteria son resistentes a ese antibiótico de forma constante.

Otras especies son susceptibles al antibiótico, pero esto no impide que, por diferentes razones, se aíslen ocasionalmente variantes que no lo son y que crecen normalmente en presencia del antibiótico. En este caso se habla de resistencia adquirida. Los primeros casos de resistencia se detectaron poco tiempo después de iniciarse el empleo de las sulfamidas y los antibióticos. Su aparición es una consecuencia de la capacidad de las bacterias, como todos los seres vivos, de evolucionar y adaptarse al medio en que habitan. Desde la aparición de las primeras cepas resistentes, la introducción de nuevos antibióticos es correspondida por la aparición de bacterias capaces de resistir a ese antibiótico. La aparición de cepas resistentes puede ocurrir localmente en una determinada especie y en una situación geográfica. Sin embargo, la capacidad bacteriana para compartir su información genética acaba diseminando la resistencia a otros géneros y la movilidad actual de la población se encarga de diseminar por el planeta las cepas resistentes.

La resistencia es cruzada cuando aparece resistencia simultánea a varios antibióticos de un mismo grupo que poseen estructura similar (resistencia cruzada homóloga) o antibióticos que tienen un mecanismo de acción parecido (resistencia cruzada heteróloga) o bien comparten el mismo sistema de transporte. La resistencia cruzada entre dos antibióticos puede ser recíproca, si la resistencia a uno entraña la resistencia a otro, y viceversa, o bien unidireccional si sólo se provoca en un sentido. En la actualidad, la incidencia de cepas resistentes en algunas especies bacterianas es tan alta que frecuentemente conlleva problemas de tratamiento, lo que puede ser muy peligroso en el caso de infecciones como la tuberculosis. Aunque este problema es especialmente grave en el medio hospitalario, las bacterias resistentes son ubicuas y se encuentran tanto en portadores sanos como en bacterias ambientales que pueden constituir reservorios de bacterias resistentes. Hay pocas dudas de que la principal causa de este problema haya sido el abuso de los antibióticos en la práctica médica y en otros sectores, como la ganadería, donde los antibióticos se han usado de forma masiva como aditivo en los piensos (comida de ganado)

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Puesto que todos los antimicrobianos atraviesan la barrera placentaria en grado diverso, se debe tener en cuenta su posible acción sobre el feto. Si bien es cierto que existen potenciales efectos adversos cabe añadir que existe un alto grado de incertidumbre en muchas ocasiones, ya que los efectos observados en animales no son transferibles de modo lineal a la especie humana. Las penicilinas (con excepción de la ticarcilina), las cefalosporinas y la eritromicina no son teratógenas y pueden usarse en el embarazo. El metronidazol y la ticarcilina son teratógenos en animales, por lo que es mejor evitarlos; no se conoce la potencialidad teratógena de la rifampicina y la trimetoprima. Las tetraciclinas tienen acción tóxica sobre los dientes y huesos del feto; a ello se suma la hepatotoxicidad que pueden provocar en embarazadas, sobre todo si existe insuficiencia renal previa. Teóricamente, los aminoglucósidos pueden llegar a lesionar la función auditiva del feto, pero este efecto sólo se ha comprobado en el caso de la estreptomicina administrada a madres con tuberculosis en las que el tratamiento es  prolongado.

 

Aunque todos los antimicrobianos pasan a la leche, la mayoría se encuentra en concentraciones inferiores a las del plasma materno. Puesto que el pH de la leche es más ácido que el del plasma, se concentrarán más los fármacos que se ionicen como bases, lo que ocurre con la eritromicina, el metronidazol, el cotrimoxazol, la lincomicina y la isoniazida. Pero, aunque su concentración sea baja, se debe evitar la presencia en la leche de sulfamidas y ácido nalidíxico por el riesgo de producir hemólisis en lactantes con deficiencia de glucosa-6-fosfato-deshidrogenasa (G-6-PD), de cloranfenicol en las primeras semanas del lactante y de metronidazol por el peligro de toxicidad neurológica. Las tetraciclinas presentes en la leche materna se absorven con dificultad pues suelen estra queladas.

 

 

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